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La secta de los ‘hashashins’ utilizaba el cannabis para mostrar a sus acólitos cómo sería el paraíso tras su inmolación
No se deje llevar por la saturación informativa: el terrorismo suicida de carácter fanático religioso no es cosa del siglo XX. Hace casi mil años ya existían fedayines dispuestos a inmolarse. Eran los hashashins, que literalmente significa “los consumidores de hachís”, una secta chií que durante siglos sembró el terror en todo el mundo islámico.
Desde su inexpugnable fortaleza de Alamut, El Nido de Águilas, en una inaccesible zona montañosa del norte de Irán, esta secta instauró un imperio basado en el miedo, y sus hazañas traspasaron fronteras. El mito llegó a Occidente, y el término hashashin –vocablo del que deriva la palabra asesino– terminó siendo utilizado genéricamente como sinónimo de homicida. Aunque se autodenominaban nizaríes, los hashashins han pasado a la Historia por el apelativo despectivo que les dieron sus enemigos al conocer el uso que hacían de la planta cannabis sativa. Utilizaban el hachís para mostrar a sus posibles nuevos acólitos el aspecto del paraíso tras la autoinmolación. El método para hacerlo era sencillo, algo tosco, pero indudablemente imaginativo.
Los rituales de iniciación
Los candidatos a entrar en la férrea orden de los hashashin eran drogados hasta perder la consciencia. Después, eran trasladados a uno de los patios interiores de la fortaleza de Alamut, donde la escenografía ya estaba lista. Al despertar, se encontraban rodeados de bellas mujeres dispuestas a satisfacer sus deseos.
Después de disfrutar unas horas del supuesto paraíso, los iniciados volvían a ser drogados y devueltos a la cruda realidad: debían obedecer ciegamente los dictados del Viejo de la Montaña, de Hasán i-Sabbat, el carismático líder de los hashashins –curiosa mezcla de místico, militar, teólogo e intelectual– que manejaba los hilos de la secta a su antojo. Tras mostrarles las mieles del paraíso prometido más allá de la muerte, el sacrificio se convertía en un mero trámite sin importancia que la mayoría estaba dispuesta a cumplimentar.
Con los hashashins es complicado diferenciar mito y realidad, fundamentalmente porque toda la documentación referente a la secta se perdió cuando los mongoles decidieron, en el año 1256, no dejar de Alamut ni los cimientos. Cientos de documentos se perdieron en la quema de su legendaria biblioteca. Lo que hoy conocemos procede de fuentes indirectas, a menudo de sus propios enemigos o de viajeros con la imaginación desbocada, como Marco Polo.
Asesinos suicidas
Lo que sí parece cierto es que desde el siglo X hasta el XII desarrollaron una estrategia de asesinatos selectivos contra grandes líderes suníes –políticos y militares fundamentalmente sirios, persas y otomanos– milimétricamente orquestada. Su forma de actuar era sencilla… y aterradora. Con tiempo y paciencia, se infiltraban en las filas enemigas y poco a poco lograban el acceso a la víctima. En el momento propicio, le asesinaban con una daga envenenada, a plena luz del día, ante el mayor número de personas posible. Era su forma de demostrar su poder y la capacidad de llegar a los hombres más poderosos del momento. Era un ataque suicida, ya que el hashashin era casi siempre capturado y ajusticiado de inmediato.
La leyenda también cuenta que, al más puro estilo siciliano, antes del atentado avisaban a sus víctimas de que su final estaba cerca. Pero en vez de utilizar las engorrosas cabezas de caballo usaban panecillos calientes que depositaban en los aposentos más privados del futuro difunto. Una forma sutil, pero efectiva, de aterrorizar a la víctima y hacerle saber que en cualquier momento podían llegar hasta él.
Aunque nunca fueron más de 50.000 en total, todos los ataques a Alamut organizados por diferentes dinastías sunitas a lo largo del siglo XI –su época de esplendor– fracasaron. Sólo el nieto de Genghis Khan, ya en el siglo XIII, al mando de sus tropas mongolas pudo acabar con los hashashin… pero no con su leyenda. Desde Baudelaire, con sus Paraísos artificiales, hasta un videojuego, Assasin’s Creed, se han ocupado del mito.
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