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Era un día frío y ventoso. El aire ondulaba los árboles que se balanceaban de un lado a otro incesantemente. El cementerio estaba más lúgubre que de costumbre. Las cruces de las sepulturas se erigían desafiantes al viento. Un pequeño ratón corría entre las tumbas, mientras que a lo lejos se oía el ulular de un búho.
Dentro de una pequeña casa se encontraba Corma, el enterrador. Era un hombre viejo y amargado que había sobrevivido a todos los habitantes del pueblo de su misma edad. Su cara arrugada acompañaba siempre a su mal genio.
– ¡Zulima! -gritó-. ¡Tengo hambre! ¡Quiero comer!.
Zulima era una hermosa joven. Le miró con desprecio y sin formular una sola palabra se dirigió a la cocina. Le preparó una tortilla que Corma devoró ávidamente mientras bebía grandes tragos de vino.
Zulima pensaba en irse lejos, muy lejos. Hacía años que vivía obsesionada con esa idea pero nunca había podido llevarlo a cabo. No tenía dinero, no conocía a nadie, y su padre jamás la dejaría marchar. Sabía que su padre tenía monedas de oro. Recordaba vagamente que cuando era una niña las vio. Pero a pesar de que había buscado por toda la casa, no pudo encontrar ni rastro de las monedas.
Había empezado a llover con gran fuerza. La lluvia golpeaba los cristales con ira. En ese momento se oyó un ruido. Era el galopar de un caballo. Corma también lo había oído y se levantó de donde estaba. El jinete paró el caballo delante de la casa del enterrador.
– ¿Quién demonios podrá ser?- preguntó Corma.- ¿Quién en su sano juicio puede aventurarse a cabalgar en plena noche con este tiempo?-.
Llamaron a la puerta. Corma la abrió. Ante él se hallaba un hombre alto que estaba empapado de arriba a abajo. Miró fijamente a Corma.
– ¿Puedo pasar?- preguntó.
Corma no tuvo más remedio que dejarle pasar y así se lo indicó con un gesto.
Zulima se sorprendió al verle. No estaba acostumbrada a los extraños y probablemente nunca había visto a un hombre como aquél.
– Me llamo Zulima -le dijo.- Pero aproxímese al fuego. Está empapado.
El joven extendió las manos sobre las chispeantes llamas. Su cuerpo estaba temblando, pero poco a poco empezaba a reaccionar.
– Me llamo Selman – les dijo a sus anfitriones. -¿Podría pasar la noche aquí?
Corma permaneció callado durante unos segundos. No le gustaban las visitas y mucho menos los desconocidos.
– ¿Pagará?- preguntó escéptico.
– ¡Oh! ¡Claro! No se preocupe por eso -contestó.
– ¡Zulima! -gritó,- Prepárale un poco de comida. Seguro que también estará hambriento. Pero dígame, ¿Que hacía a estas horas y con este tiempo cabalgando en plena oscuridad? -le preguntó mientras bebía vino.
– Me dirigía hacia la costa, con la intención de embarcarme hacia Crimú, pero el tiempo me lo ha impedido -señaló Selman.
– ¡Ya! -dijo secamente Corma.
– Usted es…
– Sí, soy el enterrador -dijo Corma.
Llegó Zulima con un poco de comida y Selma la comió lo más deprisa que pudo.
El fuego se estaba apagando y el viento era cada vez más frío.
– Será mejor que vaya a por más leña al cobertizo -dijo secamente el enterrador y salió de la casa. Zulima entonces se dirigió al hasta entonces desconocido y le dijo:
– Debe ser hermoso montar a caballo. Cualquier cosa sería buena con tal de salir de aquí.
Y entonces con un insinuante movimiento de caderas se subió la falda distraídamente dejándole ver sus piernas. Se echó la larga melena oscura hacia atrás descubriendo el contorno de sus pechos. Se acercó a Selman. Sus cuerpos estaban muy cerca. Se rozaban. Selman acarició sus turgentes pechos, pero ella se apartó rápidamente y con una risa enigmática le dijo:
– Tengo un plan. Esta noche cuando mi padre se emborrache como de costumbre y duerma la mona, nos iremos los dos lejos de este lugar. ¿Si tan solo supiera donde tiene guardado las monedas de oro?
– ¿Monedas de oro?- le preguntó Selman.
– Sí -continuó hablando ella-. Antes de morir mi madre las vi. Pero las ha escondido ¡Dios sabe donde!.
LLegó el enterrador que cerró la puerta de un golpe. Echó la leña al fuego. Dio un gran bostezo. El vino siempre le producía sueño. Estaba ya bastante bebido pero aún así su voz seguía sonando fuerte y segura. Le indicó la cama al invitado y apagó la lámpara de la mesa.
La noche había esparcido un halo de silencio y misterio a toda la casa. Tan sólo la profunda respiración del enterrador perturbaba aquel silencio. Selman pensaba en la dulce Zulima y en todos sus encantos. Ésta se levantó con mucho cuidado de su cama. Andaba descalza por la casa. Hizo una señal a Selman quien se levantó también con mucho cuidado. Andando de puntillas llegaron hasta la puerta. La abrieron muy despacio. La puerta chirrió levemente, pero el enterrador seguía dormido. Una vez fuera cogieron el caballo y lo acariciaron. Selman le cogió las riendas. No quería que el caballo se asustase.
Entonces Zulima recordó algo. La única persona que la había querido en este mundo era su madre. No podía marcharse sin despedirse de ella. Cogió un pequeño ramillete de flores de una tumba cercana e indicó a Selman el lugar de la tumba de su madre.
Allí depositó las flores. Y en es mismo momento se oyó un grito aterrador. Era como el aullido de un lobo malherido.
– Es mi padre -gritó Zulima-.
Era demasiado tarde. Allí estaba el enterrador. Sus ojos parecían salirse de las órbitas.
– ¡Canalla!, ¡Miserable! -gritó echando espuma por la boca-. ¡Te voy a matar!
Y apuntándole con una pistola disparó. Le dio en el hombro.
– ¡No! ¡No! ¡Nooooooooooooo! -gritó con ira Zulima.
– En cuanto a ti -continuó el enterrador- morirás con él.
Y disparó de nuevo. Pero esta vez el disparó no alcanzó a Zulima sino a la losa de su madre. Justo en ese momento, Selman se había recuperado y se abalanzó hacia el enterrador. Los dos forcejearon y mientras lo hacían Zulima gritaba desesperada. Al final se oyó un nuevo disparo. Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos . Los ojos del enterrador fueron perdiendo su brillo poco a poco, hasta que cayó al suelo en medio de la incesante lluvia. Su cuerpo yacía inerte junto a la sepultura de su esposa.
– Está muerto -dijo Selman-.
Entonces Zulima se rió con una risa que estremeció a Selman.
– Por fin -dijo con rabia-. Ya me he librado de ti para siempre.
– No podemos dejarle aquí -dijo Selman-.
Y cogiendo una pala hizo palanca y abrió la losa de la madre de Zulima, ante la mirada impasible de ésta. La losa se abrió con facilidad. Entonces Selman cogió el cuerpo y lo arrojó dentro de la sepultura donde se oyó un ruido seco. Algo pareció brillar en medio de la oscuridad de la losa.
– ¿Qué es eso que brilla allí abajo? – preguntó Selman.
No obtuvo respuesta. Selman bajo a la tumba, que no tenía mucha profundidad. Allí estaba el cadáver de enterrador, el féretro de su mujer y… Sí, las monedas de oro. Había algunas sueltas y junto a ellas tres bolsas repletas de oro. Subió las bolsas y cerró la losa.
Zulima volvió a reír, con aquella risa enigmática y misteriosa.
– Así que era ahí donde guardaba el dinero -dijo-. Ahora por fin soy libre y podré irme de aquí, de este horrible lugar.
Pero Zulima estaba equivocada, muy equivocada.
Un aire frío llegó hasta Selman. Su rostro cambió. Su mirada se tornó maligna y diabólica. Era como si algo o alguien se hubiese apoderado de Selman.
– ¡No!, ¡No nos iremos de aquí!, ¡Ya no! -dijo Selman-. Porque ahora seré el nuevo enterrador.
Zulima estaba condenada a vivir siempre allí. A recordar su pasado. Su destino estaba en aquella casa, en aquel cementerio. Y es que siempre será LA HIJA DEL ENTERRADOR.